Pedro Grases y Eugenio Mendoza

Eugenio Mendoza, Armando Espinosa y Pedro Grases, 1966


Desde los comienzos de su vida caraqueña Pedro Grases mantuvo estrecha relación con la familia Mendoza, especialmente con don Eugenio Mendoza Goiticoa (1906-1979). La relación mantenida por largo tiempo entre ambos fue entrañable en lo personal y enriquecedora para las obras que promueve Eugenio Mendoza, el primer venezolano que ofrece un cambio de actitud empresarial en el país. En entrevista inédita para Vale TV (2001), Pedro Grases dijo:

Eugenio es el hombre más extraordinario que ha puesto una mujer en Venezuela, siempre pensando y creando, de hacer bien en la infancia y prestando atención a la gente que ganaba poco”.

Años antes el propio Pedro Grases escribió: “Es una gran ventura, en plena juventud, aparte de haber triunfado en tantas empresas, dejar el nombre vinculado por el bien a una institución que contrarresta los malos usos sociales: la Fundación Eugenio Mendoza”, que nace el 11 de febrero de 1952. Sobre cuatro pilares descansa su acción, uno de ellos es la cultura. En esta última, Pedro Grases mantuvo un papel fundamental fue Consejero de la Fundación Eugenio Mendoza (1952-1988) y Presidente del Comité de Cultura (1978-1988).


 

PROFESOR VITALICIO Y DOCTOR HONORIS CAUSA

DE LA UNIVERSIDAD METROPOLITANA

Entre los reconocimientos más preciados para Pedro Grases estaba el otorgamiento del título de Profesor Vitalicio de la Universidad Metropolitana. Asistía rigurosa y puntualmente a sus labores y atendía algunos días a la semana en su oficina en la Sala de Libros Raros y Curiosos de la Biblioteca Pedro Grases. Desde allí tiene la idea y organiza el curso Apreciación del Proceso Histórico Venezolano (1983), las clases dictadas fueron editadas en 2 volúmenes y en 2 ediciones, dada la importancia de su contenido. El ciclo de clases puede ser considerado el antecedente de “Continuidad y cambio en la sociedad venezolana: 1985 – 2008”, en el marco de la creación de la Cátedra Venezuela, de esta casa de estudios, junto a cursos similares en otras instituciones y grupos culturales.

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APRECIACIÓN DEL PROCESO HISTÓRICO VENEZOLANO

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Pedro Grases es otra de las personalidades de este trío de retratos de valiosos amigos de la Universidad Metropolitana. Su recuerdo está esculpido en las instalaciones de la biblioteca de esta casa de estudios que se prestigia con su nombre.

Edgardo Mondolfi hace una importante contribución en esta obra resaltando la estrecha amistad de Grases con Eugenio Mendoza y su vinculación como consejero cultural de la Fundación Universidad Metropolitana. Al igual que su participación como docente en nuestra casa de estudios y consejero del grupo promotor de en el desarrollo académico y humanístico, por lo cual fué distinguido como Profesor Vitalicio de la misma y posteriormente, en 1989, recibió el Doctorado Honoris Causa como un nuevo reconocimiento por la donación de su biblioteca a este centro educativo..

 

Fragmento del Prólogo de José Ignacio Moreno León, Rector de la Universidad Metropolitana, 2010.

Discurso del Dr. Pedro Grases Doctorado Honoris Causa
Universidad Metropolitana, febrero 1989.

La Enseñanza, Acto de Fe

Cuando se llega a una respetable cifra en el propio calendario, es saludable ejercicio acudir con frecuencia a la lectura del De Senectute de Cicerón que, si otra cosa no, es un buen baño de conformada resignación. He tropezado en su texto con una sentencia que traduce mi estado de ánimo cada vez que recorro las salas de la Biblioteca de esta Universidad. Asevera Cicerón: 2¿Qué cosa más agradable que una vejez rodeada de una juventud afanosa de aprender?

En mi larga trayectoria magisterial empezada hace 57 años he tenido la oportunidad de comprobar la evolución intima que se experimenta al paso del tiempo y cuan distinta es la repercusión que se vive, según la edad, en la actividad docente. Empecé mi carrera de profesor a los 23 años y me sentía prácticamente contemporáneo de mis alumnos del instituto Giner de los Ríos y de la Universidad de Barcelona, los cuales eran no mucho más jóvenes que yo. Recuerdo que la convicción de verlos como compañeros- amigos predominaba sobre cualquier otro sentimiento. Casi dedicaba más tiempo a compartir sus ocios y sus juegos, que las lecciones desde la catedra. Los encuentro ahora por azar y renovamos el mismo trato de los días transcurridos en las aulas. Algunos ha n llegado a altos puestos profesionales en empresas y en la administración pública y a veces tengo la impresión de que son mayores que yo mismo.

Después de la interrupción de mi oficio en 1936 con motivo de la guerra civil peninsular, tuve la fortuna de reanudar mis clases en esta tierra y la enseñanza cobro otro aire y otro sesgo, pero seguí sintiéndome compañero parigual de mis alumnos del Instituto Pedagógico y de la Universidad Central de Venezuela.

En 1946 y 1947 tuve la afortunada ocasión de dar cursos de postgrado en Harvard durante dos años, donde, sin debilitarse la comunicación fraterna con los discípulos -algunos ya mayores que el profesor-, la docencia adquirió nuevos matices porque la antigua ingenua entrega amistosa, se convertía paulatinamente en otro tipo de camaradería en la que predominaba la labor intelectual, puesto que cada alumno orientaba su especialización en determinado aspecto del saber, con cierto empaque académico. Sin embargo, no se alteró nunca el trasfondo de solido afecto que quedo establecido con mis discípulos en esa gran universidad. Hoy, a cuatro décadas de distancia, me carteo con ellos con la misma intimidad con que trabajábamos los temas de seminario alrededor de la mesa en las Facultades de tan notable instituto de Educación Superior.

Cuando regrese a Venezuela, a fines de 1947, a reemprender mis compromisos de profesor, con más anos encima, la reacción particular mía tuvo otro carácter: me sentía en los albores de la madurez y no estaba en las mismas condiciones de ser compañero de ocios y deportes con quienes ostentaban la notable ventaja en su edad considerablemente menor. Con todo, el prolongado oficio de maestro iba dando un talante de mayor profundidad en mi recóndito sentir, y advertía emociones que no había conocido nunca. Diría lo mismo respecto a mi experiencia en la Universidad de Cambridge, cuando fui honrado con la designación de ser Profesor Simón Bolívar, en el curso de 1974.1975. Así proseguí hasta la jubilación que solicite al llegar a los setenta abriles, porque uno de los deberes humanos es dejar paso a la juventud. En estos últimos cursos dados antes de 1979, veo mis recuerdos perfectamente interpretados en las palabras de Cicerón, que cite antes: “¿Qué cosa más agradable que una vejez rodeada de una juventud afanosa de aprender?” Ahora alejado de las aulas, juzgo que la sentencia ciceroniana es exacta definición de la alegría que siento cada vez que se me acerca un joven a pedirme consejo para una investigación o a solicitarme la orientación bibliográfica para un trabajo que quiere emprender.

Estimo que lo que dejo dicho son cambios naturales que cualquier maestro debe haber vivido. Estoy persuadido de que el común denominador en cada etapa en que transcurre y evoluciona el modo de ser de quien se dedica a la docencia, es la fe con que se emprende y se prosigue la más hermosa de las profesiones posibles: la enseñanza, que no se limita a transmitir conocimientos, sino que aspira a algo más profundo y transcendente: compartir con otras personas la devoción hacia lo que hemos dedicado nuestros afanes de todos los días: descifrar la verdad y comprender la belleza de las ideas y los goces en la creación intelectual. Creo que este acto de fe es el centro y la última razón de la pasión de un educador. Pueden cambiar los matices, según se desenvuelva la persona que se entrega a tal ministerio, pero siempre perdura este poso de confiada esperanza en quienes reciben lecciones. Esto es fe en la sucesión generacional.

Me impresiono una afirmación coincidente de Víctor Hugo. (1802-1885): “Reunir una biblioteca es un acto de fe”, pues en verdad el afán de coleccionar libros en el propio entorno para tener a mano las respuestas a cualquier pregunta, es algo más que proveerse del instrumental para satisfacer las inquietudes individuales. Estoy persuadido de que responde en el fondo a la misma causa con que da a un profesor su saber, a través de la palabra a sus oyentes, en el aula o en la conversación con un discípulo. Hay una perfecta equivalencia de propósitos y de intenciones.

Si alguna cosa me enorgullece -creo que legítimamente es el ver en mi piedra mi nombre en el frontispicio del edificio-biblioteca de esta Casa de Estudio, que hoy me abruma al otorgarme el Doctorado Honoris Causa, acompañando nada más y nada menso que al Doctor Arturo Uslar Pietri, uno de los primeros valores americanos.

Confieso que en los días de mi larga vida venezolana, que la fortuna me ha deparado, he tratado de actuar en todo momento con el fin de servir al país que me acogió en el momento más difícil de mi existencia, cuando todos los caminos estaban cerrados y carecía de perspectivas para el futuro inmediato. Veía a la gente de mi promoción, y aun gente mucho mayor: sufrir la angustia de la desesperanza, todos en busca de un apoyo en la tierra para rehacer el hogar y el trabajo, según la dedicación escogida. Hemos experimentado inmensa gratitud ante el nuevo horizonte que nos ofrecían los países libres de américa, que nos dieron cobijo. Los ilustres nombres de la emigración republicana en nuestro siglo nos han ensenado a responder con nobleza de miras ante el beneficio recibido, cada cual en su campo especifico, de acuerdo con la obra o la preparación que había conseguido antes de la gran catástrofe. Tengo la seguridad de que la historia futura habrá de ver que el reconocimiento se tradujo casi siempre en el propósito de ser eficaces colaboradores a tales naciones acogedoras y comprensivas. Era, también, en un acto de fe, la fe con que se pagaba una deuda que no puede retribuirse sino con desprendimiento y amor. Después de todo, pertenecemos a un pueblo que tiene como símbolo de la figura de Don Quijote, cuyo creador, Cervantes, nos señala que. “No puede ser que un caballero, hablando en todo rigor, sea desagradecido”.

Me da paz al alma haber tenido fe en la enseñanza y contemplar los viejos libros de mí biblioteca particular en manos de los estudiantes y profesores de esta Universidad.

Agradezco a la Providencia que me haya permitido el goce de tanto regocijo.

Y ahora me veo en el trance de añadir gratitud a la Universidad Metropolitana, en cuyo proyecto invertí muchas horas, con su principal fundador, Don Eugenio Mendoza, y que ahora me concede el doctorado Honoris Causa, como si quisiera aumentar mi compromiso de reconocimiento. Multiplico, pues, mi expresión de gracias las más sinceras por el honor que se me confiere, y desde el fondo de mi corazón.