Pedro Grases y la lingüística venezolana 1

Francisco Javier Pérez

21 de julio de 2014


A los diez años de su muerte

Este próximo 15 de agosto se cumplen diez años de la desaparición física del maestro Pedro Grases (1909-2004). Las convulsiones políticas del país impidieron que se le rindieran los homenajes que su figura de entrega y vocación venezolanistas merecía. Las palabras que siguen quieren ser una modesta contribución para el conocimiento de una de las más importantes parcelas de estudio que transitó. Su formación filológica lo hubiera podido llevar a especializarse solamente en materias lingüísticas. Sin embargo, entiende la demanda por el estudio de la tradición humanística venezolana y es a ella a la que dedica sus muchos años de trabajo y sus muchas horas de desvelo para lograr reconstruir los procesos históricos, describir los hallazgos documentales, organizar los haberes bibliográficos y determinar los logros mentales que todo ello significaba para situar lo que fue el país de la inteligencia y no el de la barbarie. Homenaje personal a la generosidad del maestro, a la perpetuidad de sus enseñanzas y a la fortuna de su legado.

Cuando muere Joan Corominas, en 1997, a los 91 años de edad, Pedro Grases escribe unas líneas en donde es posible observar su propio retrato de estudioso de la lengua de Venezuela: “La obra que deja publicada significa una creación de primer orden a lo largo de una brillante carrera de hombre de letras que le da el rango y el volumen de una academia unipersonal, por aportar su deber y su impresionante capacidad en sus ediciones, sobre el español y sobre el catalán, principalmente, que lo sitúan preeminente entre los sabios contemporáneos en estudios lingüísticos”. Hay un esfuerzo, en la intención de Grases, por ver en el Corominas estudioso del lenguaje, autor de los prodigiosos diccionarios etimológicos de las lenguas española y catalana, a un sabio para quien la investigación lingüística es un trampolín, el más dorado de todos, para arribar al conocimiento de la historia, de la cultura y de la vida de los hombres (consta esto en muchos momentos del epistolario que sostuvo con Menéndez Pidal y que se ha publicado recientemente bajo el cuidado y con anotaciones de José Antonio Pascual y José Ignacio Pérez Pascual: Epistolario Joan Coromines& Ramón Menéndez Pidal; Barcelona: Fundación Pere Coromines, 2006). Como Corominas, Grases es para Venezuela el mejor ejemplo de lo que significa ser una academia unipersonal. Se ha dicho que no puede nadie aproximarse al estudio de la cultura de Venezuela sin encontrarse con Grases. Prodigioso, como Corominas, en volumen y complejidad, sus obras vistas en una dimensión orgánica representan el conjunto más coherente del que disponemos para entender, en especial, los orígenes de la cultura nacional: lingüística, literatura e historia, actividades hermanas en la visión del más disciplinado trabajador de la espiritualidad venezolana y el más mesurado de sus sabios. Una y otra vez, se aproximará a los grandes y a los pequeños de nuestra cultura para potenciar en ellos el carácter de cultivadores del espíritu.

Es así como Grases llega al estudio de la lengua de Venezuela y de su producción lingüística. Es así como Grases se hace estudioso de la historia de la lingüística. Es así como Grases emprende la enorme y extenuante tarea de entender la lengua en intercomunicación con los desarrollos de la historia y con los fenómenos estéticos de la palabra, suceder imaginario y suceder real del lenguaje, como hubiera gustado de decir a Alfonso Reyes, esa otra academia que constituye un solo hombre como la que el propio Grases representa para nosotros. En esta idea tiene muy cerca la impronta de su primer maestro, Pedro González Urbano de la Calle y la de Amado Alonso, su maestro de madurez.

Si entendemos las reflexiones anteriores, podremos darnos cuenta de que sólo en apariencia la obra lingüística de Grases es escueta. Breve, claro está, si la comparamos con la corriente incuantificable de su obra completa. Extensa, en comparación con las obras de otros muchos autores. La brevedad en Grases es siempre extensión. Ocupan estos trabajos, sustantivamente, un volumen de los veinte que hoy compendian su obra. Sin embargo, lo lingüístico en su pensamiento y lo lingüístico en su biografía de lingüista palpita en muchísimas páginas a lo largo de su universo de reflexiones venezolanistas; aporte duradero.

Esto le está permitiendo, más allá de los estudios propiamente lingüísticos, reafirmar el valor de la investigación lingüística en muchos nombres sustantivos del pensamiento y ciencia, indagación sobre las capacidades de la lengua para auscultar la cultura y para comprender el sello que imprime en la comprensión de la historia. Para Grases todos los grandes venezolanos tienen que ser vistos en sus implicaciones con el lenguaje y en la responsabilidad que sintieron por describir y entender lo que la lengua estaba significando. Bello, Baralt, Juan Vicente González, Cecilio Acosta, Vicente Espinal, Lisandro Alvarado, Ángel Rosenblat, entre otros, son potenciados, unos más lingüistas que otros, en sus posibilidades lingüísticas. Situación que repite con figuras foráneas: PompeuFabra, Rufino José Cuervo, Manuel Milá y Fontanals, Marcelino Menéndez Pelayo, Ramón Menéndez Pidal y Joan Corominas. Grases estudia la lengua en los libros venezolanos, a los que rinde veneración y por los que siente un respeto sagrado. Esto último lo ha aprendido de José Toribio Medina, el bibliógrafo lingüista, en que también quiere convertirse.

Su biografía está acompañada siempre por presencias lingüísticas. Tal vez, sean tres las que el propio Grases siente como de imprescindible asidero personal. Así, sigue o lo acompañan, Amado Alonso, el instigador de sus pasos en firme como lingüista; Rosenblat, el que lo seduce para estudiar el léxico de Venezuela; y Pedro Pablo Barnola, el amigo que le permite amar a Venezuela en su lenguaje.

Muy pronto queda seducido por la lengua y la lingüística de Venezuela. Sus propósitos estarán muy claros desde el comienzo de su actividad de investigador: entender la lengua de Venezuela y de la actividad lingüística en la visión de sus grandes hombres. Interesa para esto, averiguar los orígenes lingüísticos. Es así como, muy tempranamente, produce dos cimas de su trabajo y de la reflexión histórica sobre nuestra lingüística: 1) “La primera obra de filología publicada en Caracas” (1943), gracias al cual estamos en cuenta de que la versión española que el Bello caraqueño culmina sobre el Arte de escribir, del Abate Condillac, representa la primera incursión de nuestras imprentas por el universo del lenguaje. Este estudio proporciona una de las datas más sustantivas de la cronología de los estudios gramaticales venezolanos: 1824; y 2) “Estudios de castellano” (1940), que se edita bajo el sello del Grupo Viernes, del que forma parte, y que es el primer recorrido bibliográfico y crítico sobre la lingüística venezolana. Están aquí referidos los nombres que constituyen una sólida tradición lingüística: Bello, Baralt, Baldomero Rivodó, Julio Calcaño, Lisandro Alvarado y Jesús Semprum, entre otros.

Convencido del poder de la tradición, entiende la historia de la lingüística venezolana como un cuerpo coherente de doctrinas de pensamiento y como un conjunto de producciones en proceso ascendente. Tiene que hacerse algunas preguntas de investigador y no demora en hacérselas. La más determinante para el conocimiento de los desarrollos históricos de la lingüística del siglo XIX, las razones que llevaron a Baralt a desistir del proyecto ciclópeo para elaborar el Diccionario matriz de la lengua española (1850). El estudio que culmina es una pieza maestra en esta disciplina: “Del por qué no se escribió el Diccionario matriz de la lengua castellana de Rafael María Baralt” (1943). Aunque las hipótesis son muchas, parecen ser determinantes razones históricas y biográficas. Entre otras, las que establecen un debate de ideas con el intransigente estudioso español Bartolomé José Gallardo, una de las plumas más temidas de la España de mediados del siglo XIX. Grases está convencido de que, más que los problemas de elaboración lexicográfica, la rudeza crítica de Gallardo desanimó al lingüista de Maracaibo: “En cuanto a su proyectado Diccionario concierne, la negativa a colaborar, manifestada ruda y francamente como correspondía al modo de ser violento y combativo de Bartolomé José Gallardo (…) afectaría a Baralt en forma tan decisiva para abandonar su anunciado Diccionario matriz. A mi entender, esta es la razón de fondo, por la cual desistió de la empresa”. Deja saldada, así, una de las interrogantes capitales sobre la actividad lingüística de ese momento y da pie para la reflexión sobre la inconclusión de proyectos lexicográficos de largo aliento como los de Baralt en la historia de nuestra lingüística (siempre tendrá que recordarse con dolor el caso de Rosenblat, a este respecto, en relación con el que hubiera sido diccionario histórico de nuestro español).

Principal estudioso de la obra de Bello y de Baralt, autores que le deben, no sólo importantes investigaciones, sino las labores que hicieron posible las Obras completas de cada uno, Grases trata de entender en situación más abarcadora la integración de las tradiciones venezolana y colombiana en materia de lenguaje. Escribe un estudio trascendente en donde potencia la obra del maestro bogotano Rufino José Cuervo, como clave simbólica para comprender la obra de tres lingüistas venezolanos: Bello, Baralt y Juan Vicente González. “Don Rufino José Cuervo, conjunción de tres filólogos venezolanos” (1944) viene a respaldar, además de la interconexión entre la historia lingüística de ambos países, cómo la presencia de Cuervo se establece como una fuerza determinante de la actividad del siglo XIX en el terreno de nuestra ciencia del lenguaje. Podrían, en este sentido, completar el pensamiento de Grases las aproximaciones a los trabajos lexicográficos de José Domingo Medrano y Julio Calcaño, desde la impronta que el autor de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1867) ha dejado en las análogas Apuntaciones para la crítica sobre el lenguaje maracaibero (1883) y en El castellano en Venezuela (1897), respectivamente, obras de estos autores.

Si observamos con detalle, Grases ha ido construyendo el camino de nuestra lingüística y siguiendo la ruta de su tradición científica. Después de Bello, de Baralt y de González, se concentra en los problemas del español de Venezuela y en la descripción que proponen, fundamentalmente, dos estudiosos: Cecilio Acosta y Lisandro Alvarado. Del primero, rescatará y estudiará las cédulas lexicográficas que, como aporte al diccionario académico, envía en 1874. Para Alvarado, se impone producir uno de sus trabajos críticos más notables. Efectivamente, “La obra lexicográfica de Lisandro Alvarado” (1954) viene a ofrecer los resultados de sus investigaciones como historiador de la lingüística venezolana del XIX y a establecer que el centro de sus intereses se han desplazado desde la consideración clásica del fenómeno hasta el estudio del español venezolano. Para enmarcar la contribución de nuestro lexicógrafo mayor, recurre a reconstruir la historia de la disciplina y a afianzar el modo tradicionalista de entenderla: Alvarado más que un hecho aislado, representa la cima de una tradición de estudio que tiene su origen en una prominente nómina de lexicógrafos, de Miguel Carmona (Diccionario Indo-hispano o venezolano español, 1858-1859) a Gonzalo Picón-Febres (Libro raro, 1909).

La contribución de Grases como historiador de la lingüística puede medirse en el balance que proyectan, especialmente, sus estudios sobre Bello y González como gramáticos, sobre Cuervo y sobre Alvarado. Permiten arribar a seis marcadores historiográficos de primer orden y en donde su contribución adquiere solvencia inalcanzable: 1) la postulación y defensa de una tradición lingüística; 2) el establecimiento del origen documentado de la lingüística venezolana del siglo XIX; 3) la primacía del Compendio de gramática castellana (1841), de Juan Vicente González, como primera gramática sincrónica o de uso en Hispanoamérica; 4) el nacimiento de la ciencia gramatical con la obra de Bello a partir de 1847; 5) la significación de Baralt en la lexicografía histórica del español; y 6) la obra de Cuervo como síntesis de la lingüística venezolana del XIX. Todos estos logros han permitido a otros estudiar en profundidad la historia de la lingüística venezolana y establecer las líneas de fuerza que generan cada uno de sus procesos. Escuetos en formulación, suponen, en cambio, trascendente empresa.