Por: Rafael Arráiz Lucca
En las antípodas de estos tristes episodios tramados desde las trincheras de la estulticia y la iniquidad, el martes 17 de agosto enterramos a uno de los hombres más útiles y positivos con que ha contado Venezuela: Pedro Grases. Y aunque parezca un contrasentido que una muerte sea el polo opuesto de los perpetrado el 15 de agosto, pues si lo es. Grases muere de 94 años, después de haber hecho tanto que sus deudas, las que contraemos al nacer, ya estaban más que saldadas por el bibliógrafo, investigador, profesor y maestro de varias generaciones de venezolanos.
Nunca antes había asistido a un entierro como el de Grases. Cuando estábamos alrededor de la urna, ya colocada para descender hacia el sepulcro, uno de sus hijos comenzó a estimular a los presentes para que cada quien expresara sus sentimientos. Lo que brotó fue la maravilla de la vida, la flor de la gratitud, lo mejor de la condición humana. Hechos convividos con el maestro, enseñanzas, recuerdos de su humor inteligente fueron sumándose para llegar a un punto altísimo, en el que no nos quedaba sino despedir con un caluroso y prolongado aplauso, en medio de risas y llantos, al maestro que celebrábamos. Lo que ocurría era perfecto: la fiesta de la vida en la consumación de la muerte, y era perfecto porque Grases amó la vida, se consagró a ella, al trabajo del que era devoto, y sembró a su alrededor luz, la paz y el entendimiento. No podíamos despedirlo de otra manera.
Una de las anécdotas narradas parece una parábola bíblica. A uno de sus hijos le gusta navegar y tiene una pequeña embarcación para merodear por nuestras costas, y hace 15 años sufrió un naufragio. El pasaje naufragante logró nadar hasta la orilla y salvarse, e incluso la pequeña embarcación también se salvó y pudo voltearse para seguir adelante, pero ya nadie quería continuar la navegación en ella. Entonces Grases, de 80 años entonces, le dijo: “Todos necesitamos un compañero, yo me voy contigo y te hago contrapeso”, y así fue como navegaron de vuelta el hijo, Manuel, en el timón en popa, y el viejo Grases en proa, en perfecta armonía de peso para la navegación.
Rafael Arraiz Lucca, “Fraude y cementerio” (Sobre el referéndum y la muerte de Pedro Grases), El Nacional, Caracas 23 de agosto del 2004, A/6.