Por: Karl Krispin
En este mundo dinámico de nuestro recién estrenado tercer milenio, la vocación de los terrícolas es aproximarse a un mundo más cercano cada día. La comunicación planetaria se acelera a pasos apresurados y en pocos segundos, a través de la internet o los sistemas de televisión satelital, podemos seguir a plenitud el curso de este cadencioso y múltiple planeta. Nuestro conocimiento ha colmado todas las despensas de la información. Poseemos mucho de lo que antes nos estaba vedado y hasta hemos descifrado el mapa del genoma humano, con lo cual nos acercamos con orgullo e ínfulas al misteriosísimo secreto de la creación. El poder se enlaza, según algún que otro predictólogo, al mismo hecho del conocimiento. Quien conoce, privilegia su relación con el mundo. La gran saga de la historia del hombre desde que comenzó a dar pasos ya erguido, fue manejar lo que tenía alrededor y recabar, digerir y poner a su servicio respuestas a las preguntas que se hacía. El hombre de letras, el humanista, que arranca propiamente con la tradición grecorromana y se extiende a nuestros días, se empeñó en hacer de la existencia un recurso para amar aún más el conocimiento y por ende, amar aún más la vida misma.
La actividad intelectual y escritural de Hispanoamérica, sólo para hablar del siglo XX, llevan al continente a tener voz propia, sin las gargantas prestadas de España sino en concurso con ella, en el contexto de la civilización occidental, como contribución de la hispanidad a la tradición del pensamiento iniciada en Grecia y Roma. Nuestros hombres de letras llevaron de tal modo la creación y la crítica, el discurso renovador que es imposible pensar en la literatura mundial del siglo XX sin que la hispanoamericana deje sentir su colosal peso específico. Esta contribución no ha sido del todo entendida, y quizás hasta solapada y, en últimos términos, despreciada por los mundos ajenos a nuestra lengua. En algunos casos hasta salvaje e ignorantemente como lo hizo Kenneth Clark en la presentación a su libro Civilización, donde ejerciendo su cretinismo antihispano, llega a deponer la frase que la historia de la hispanidad es la historia de la barbarie. Quien se detenga a contemplar La rendición de Breda o recorra los ojos por los altares de las iglesias barrocas sembradas en América, o tenga en sus manos los cuidados versos del Siglo de Oro, o acompañe al señor de la Mancha en sus recorridos de desfacedor de entuertos, comprenderá la tremenda injusticia de esta frase infeliz. En un autor tan respetado como Cyril Connolly cuando confecciona la lista de sus lecturas imprescindibles, choca la nula consideración a la lengua castellana. Y el importantísimo y muy leído New York Times, al consagrar la relación de las cien obras literarias más importantes del siglo XX, apenas le cede un puesto a Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Razón no le faltaba a Ramón Sender cuando sentenciaba que si Benito Pérez Galdós hubiese nacido en Francia, habría sido tan conocido como Dostoievsky. Todo lo anterior es fundamentalmente la consecuencia de un profundo y triste desconocimiento. Lo anglosajón no se detiene a echar una ojeada más allá de sus fronteras, porque el mundo que han cercado es el de sus propios límites, de acuerdo a su encierro cultural. Los americanos se dan cuenta de que hay mundo, cada vez que sus tropas salen a invadir o sus corporaciones se asientan en un recodo lejano, lo que significa que terminan de armar el mapamundi con el recorrido de sus tropas o inversiones. En cuanto al resto de los europeos y buena parte del mundo, la hispanidad durante años sigue siendo lugar de charros, exotismo de plaza de toros, siestas y jaleos. En el grado de evolución ahora hemos agregado a nuestra interpretación colectiva las guerrillas, los golpes de estado, el narcotráfico, la guerrilla, los cantantes de salsa y las reinas de belleza. Elementos que Hollywood se ha encargado de describir hasta su mínimo detalle, para que queden bien parceladas las parcelas. En un reciente film donde el actor puertorriqueño Benigno del Toro se alzó con el Oscar al mejor actor de reparto, Traffic, las escenas en Norteamérica son de un rutilante color. Las escenas en “Latinoamérica” (el lector pronto conocerá porqué entrecomillo), de donde salen todos los malos de la partida, qué coincidencia que sean en blanco y negro. Todo desde luego no es tan maniqueo, como dramáticamente me he propuesto argumentarlo. Hay vientos de cambio: un scholar tan admirado como Harold Bloom ha comenzado a reivindicar la literatura hispanoamericana y no sólo se refiere clásicamente a Borges sino ha comenzado a dedicar comentarios a diversos escritores de estas regiones como Alejo Carpentier. Las universidades americanas, por su parte, tienen calificadísimos programas (quizás los mejores del mundo) para estudiar nuestra cultura. Se comienza a despertar del letargo.
La cuestión de la proyección de los valores de la hispanidad, viene amparada en la propia defensa que históricamente hemos realizado de nuestros valores. Si nos subestiman, o nos han subestimado es porque nosotros mismos así lo hemos hecho con nosotros. No hemos sabido enarbolar nuestras banderas ni defender la dignidad de nuestros blasones. Fue tal la presencia de ese complejo de inferioridad que hasta el venerado Alfonso Reyes (quien por cierto figura en este epistolario) llegó a decir en septiembre de 1936 en la reunión de la VII Conversación del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en Argentina, que ya habíamos alcanzado la mayoría de edad, cosa que sobra decir, pese a las mejores y hasta cándidas intenciones de don Alfonso, era patrimonio nuestro desde hacía muchísimos años. La permeabilidad de los valores nuestros, ese bamboleante giro de veleta por el cual nos emperramos en buscar un punto cardinal diferente según cada momento de la historia, es el que nos ha malnegado el encuentro con nosotros mismos y que, dicho sea de paso, nos ha empujado a solicitar identidades culturales impropias de nuestra condición. Hemos traficado con el contrabando de lo que los demás nos han vendido a cómodas cuotas de renuncia a nosotros mismos y, lo que es peor, hemos sonreído lúdicamente creyendo estar cerrando el mejor de los tratos.
Hispanoamérica tiene su historia archivada en un vetusto edificio al que todos demuestran desgano por visitar. ¿Quién recuerda hoy en nuestros ciberespaciales tiempos que somos hijos de Castilla y Aragón? ¿Quién trae a la memoria que somos los nietos de aquellos empecinados extremeños que cruzaron un misterioso océano, para fundar las cuadrículas urbanas que pueblan nuestro ancho continente? ¿Para quién es relevante aquella marca indómita que trazó plazas mayores, edificó ayuntamientos, levantó iglesias y bautizó verdes tierras y fértiles valles con hermosos nombres como Nueva Segovia de Barquisimeto, Santa María del Buen Aire, Santa Fe de Bogotá, Santiago de los Caballeros de Mérida, o Santiago de León de Caracas? ¿Quién destina un fugaz instante de la memoria a aquellos venturosos capitanes quienes en el nombre de la Corona y el santísimo Dios, no sólo levantaban comarcas sino confiaban en que un nuevo hombre podría aparecer tras esa urdimbre fundacional? Porque hay que señalar un aspecto ligeramente puesto a un lado por los que acumulan denuestos y leyendas negras sobre la aventura española de la conquista, como con pasión no se cansó de repetir nuestro Arturo Uslar Pietri. Cuando se produjo el descubrimiento de América o el encuentro de dos mundos, según tranquilice a cada conciencia histórica, el emperador Carlos V convocó a un consejo de teólogos en Valladolid, para que estos sabios definieran, en apego a las leyes de la Cristiandad, si lo que se estaba haciendo era justo o no. ¿Qué nación se ha propuesto en toda la historia de la humanidad calificar éticamente una invasión? ¿Qué ejército del mundo le ha rezado a sus dioses para que les clarifique la justicia de una batalla? España lo llevó a cabo pese a quienes aún hoy en día nieguen ese valimiento. El mismo Arturo Uslar me conversaba sobre este hecho y me ponía en guardia sobre la claridad de identificar qué exactamente significa ser conquistador. Comentaba Uslar que si se tuviese que escribir el manual del conquistador, éste tenía que establecer varias reglas inflexibles: 1) El conquistador respeta el idioma, las creencias y las tradiciones del conquistado. 2) El conquistador no se mezcla con el conquistado. 3) El conquistador encarna una vocación de superioridad frente al conquistado y lo juzga como inferior. Leemos estas convenciones no escritas e inmediatamente pensamos en la India donde los ingleses aplicaron en ortodoxia estos cánones. Por el contrario el español impuso su lengua, sus costumbres, su idea de Dios en la creencia de que salvaban al infiel y, sobre todo, muy sobre todo, se mezcló con el conquistado mirándolo como su igual, pese a los matices que ello supuso porque de que se cometieron excesos y abusos no cabe duda, cimentando no obstante una magnífica sociedad mestiza, donde lo europeo se renovó primero con lo indígena, y finalmente con la negritud. Ello condujo a una auténtica y original sociedad de instinto igualitario y libertario. Y contemporáneamente esta política de brazos abiertos no ha cesado en nuestras tierras. Diversas oleadas migratorias han sido acogidas con el mejor sentido hospitalario de la integración. Hispanoamérica continúa siendo la casa para la bienvenida.
Seguir insistiendo en juzgar a lo español como lo ajeno es sencillamente la sinrazón de quienes erróneamente no cejan en olvidar y abjurar de lo realmente acontecido en la historia. Seguimos siendo los mismos descendientes de los hermanos Pinzón, de Cabeza de Vaca, de don Diego de Lozada, de Pedro de Valdivia, de Juan de Villegas y Maldonado, mezclados profusamente en este crisol de razas que conduce a lo hispanoamericano, como una tercería que atesora en sus bolsillos culturales una carta de identidad plural, causahabiente de la sociedad occidental, judeocristiana y grecorromana que de veras está preparada para, mas que nadie, entender verdaderamente los retos y el ethos de la globalización. Sólo los pueblos mestizos, aquellos que son juntura y amancebamiento de muchos entienden a cabalidad la pluralidad y, sobre todo, su unidad cultural hecha finalmente del aluvión.
Con todo lo anterior no suscribo la tesis de la nostalgia imperial. Si bien camino con añoranzas por las calles de mi ciudad buscando inútilmente el monumento inexistente a nuestro bienamado rey don Carlos III, quien ceduló los límites de mi país en un día probablemente esplendoroso de 1777, quien sabe si después de una agobiante partida de caza en la sierra del Guadarrama como lo veo pintado por Francisco Goya y Lucientes, no por ello abjuro de mi fe republicana. Todo lo contrario. La independencia, como lo he garabateado en algún otro ensayo, fue ante todo la consecuencia de un mayorazgo. Los pueblos americanos, favorecidos por la invasión napoleónica, que estrictamente fue el detonante, se encontraron ante la circunstancia de sentirse dueños de su destino sin tener que seguir rindiendo cuentas a sus parientes de ultramar. La independencia fue un hecho necesarísimo en la evolución de estos pueblos y absolutamente justificable en el tiempo histórico que se vivía. Es increíble que aún hoy en día tengamos que voltear la vista hacia atrás para seguir acreditando lo que se muestra tan claro como el agua. Pero resulta que la presencia de mitos aglutinadores de inconsistencias y negadores de nuestra especificidad se siguen imponiendo por todos los ignorantísimos que pergeñan la contrahistoria en contracorriente con lo verdaderamente acontecido, sin mencionar que los vencedores silenciaron por siempre la misma claridad, en la creencia, hasta ahora mantenida, de que su arrogante presente condicionaría todo futuro. Así ha sucedido.
Una cosa fue el corte con el vínculo político y otra, muy diferente, que también triunfó, el corte con el vínculo cultural. Los hispanoamericanos nos conjuramos como parricidas. No quisimos saber mas de nuestra filiación hispana. Concluimos que España era una referencia ajena, una incidencia histórica indeseada y volvimos la espalda a todo lo que se aparejara a los gonfalones del reino. Quisimos fundar la realidad sobre esa absurdísima pero legítima frase de Simón Rodríguez: O inventamos o erramos. Quisimos inventar, crear la novedad, cuando en honor a la verdad, había poco que inventar y mucho de seguir una tradición, que de buenas penas históricas y atropellados ensayos nos habría librado. La proliferación de constituciones, como resueltos argumentos para fingir vencer el regreso al estado de la naturaleza, estuvieron a la orden de cada estado mental con que el gobernante de turno resolvía adueñarse de la interpretación al orden de cosas. De nada sirvieron estos vanos amagos porque lo que resultaba muy en el triste fondo era nuestra monumental incapacidad para no terminar de entender lo que realmente éramos.
La democracia y la conciencia libre nos ha traído de vuelta a reconsiderar lo que verdaderamente somos. Muchas veces se ha insistido y mal comprendido aquella terminante frase que titula un estupendo libro de Efraín Subero, El problema de definir lo hispanoamericano. Ya sabemos, no obstante los mitómanos que insisten en escupir desde sus púlpitos, que debe existir una voluntad de entendernos. Que Hispanoamérica guarda en su composición preciados elementos de parentesco cultural e histórico con nuestros países hermanos y, sobre todo, con España. Que somos un gran vaso comunicante por donde corre la sangre de un idéntico parecer que tenemos que defender para sobrevivir en el mundo global. Que más allá de la defensa de la eñe en nuestros ordenadores, debemos arrastrar sables, tan sólo en su talante metafórico, por esta gran comunidad que a todos nos otorga un idioma común y unas instituciones que en buena parte son creación de la Corona y su herencia de mestizaje que propulsó. Que ahora cuando defendemos por ejemplo el tema de las autonomías locales, no debemos olvidar que el sistema colonial de cabildos así lo hacía en resguardo del abuso del poder central. Que nuestras leyes no hay que calcarlas de legislaciones extrañas sino que hay que insistir en aquellas que nos han reglado por años, independientemente de que haya que adaptarlas a nuestra dinámica actual. Que la hispanidad es un resuelto modo de salvación cultural, como bien ha apuntado Ángel Bernardo Viso, al cual debemos asirnos. Que creemos en la globalización, pero no en el Planeta Americano, como ha escrito Vicente Verdú para contrariar que el orbe y nuestros países terminen por parecerse más a una localidad del Midwest de los Estados Unidos de América, que a lo que realmente les corresponde parecerse. En síntesis, nuestra rica historia tiene demasiados fecundos y comunes elementos, más cercanos a nuestra personalidad que a otra prestada, para rabiar a como dé lugar en vestir trajes prestados. Y en ese inventario que, como escribí, nos impulsa la libre conciencia y la democracia, la hispanidad nos expide un invalorable pasaporte para sortear con éxito las agendas que intentan nacionalizar para nosotros los que miran al mundo con sus propios cristales sin pararse a medir la odiosidad de su impostura cultural. Francamente admiro las otras culturas, pero me resisto en convertirme en lo que no soy. En esta hora en que Hispanoamérica comienza a mirarse e interpretarse con mayores certidumbres y a vitorear sus colores, no me queda otra sino la de proclamar el orgullo de ser hispanoamericano. Y con ello no significo el valor de la autarquía cultural. Entendemos al mundo y queremos hacerle llegar la buena voluntad de nuestra condición, que no requiere de los fiados de otras latitudes para afirmarse a sí misma.
Entrecomillaba anteriormente el concepto Latinoamérica. Es otro más de los conceptos prestados, erróneo por vago e incompleto y desvinculador con una relación privilegiada con España. Es prestado porque es la creación de un francés, L. M. Tisserand en 1861; de modo que nos nombramos con un remoquete que nos han aplicado de afuera, y obedientemente lo hemos hecho nuestro sin chistar. ¿Qué significa la América Latina o Latinoamérica? Interpreto que serían aquellos territorios americanos bajo la influencia de las culturas latinas. Ello implica que habría que remontarnos a Roma para definir esta parentela. Quedarían bajo este manto no sólo las actuales repúblicas independizadas de la Corona española, sino los territorios franceses americanos y hasta el Québec canadiense, como ha apuntado Alberto Silva Aristeguieta, lo que resulta verdaderamente ridículo. Ningún quebequense se considera ni consideraría latinoamericano lo mismo que ningún martiniqueño lo haría. Dentro de esta Latinoamérica, por lo demás, quedan excluidos algunos territorios como Belice, Guyana, Surinam o la Guayana Francesa. ¿Dónde los ubicamos? Para llevar este nexo de causalidad a su punto más lejano, las islas británicas fueron colonias romanas. De allí que como ha escrito T.S. Eliot, aproximadamente más de un sesenta por ciento de las voces inglesas provienen del latín. Para ilustrar este juicio por otra parte, Martín Hadis en su prefacio al libro Borges profesor, que recoge el curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, dictado por el venerable maestro, apunta en relación al anglosajón: El anglosajón, primer estadio de la lengua inglesa, es una forma arcaica que conserva muchas de las características del germánico común…Se trata pues de una lengua del todo incomprensible incluso para los hablantes de inglés moderno, quienes deben estudiarlo como si fuera un idioma extranjero. De modo que si admitimos que el lenguaje condiciona nuestra visión del mundo, como ya otros han escrito, tendríamos que la invasión del latín completa, fragua, construye y diseña esta visión del mundo de lo anglosajón, al calor de la latinidad. Esta conclusión, cimentada estrictamente en el valor transformador de la lengua, llevaría a que los mismísimos Estados Unidos de América, podrían ser calificados de latinoamericanos, por su evidente conexión con la latinidad, cosa que sin duda no debe causarle muchas alegrías a los muy seguros de su condición WASP. No obstante algún día terminarán siéndolo, si se mantiene el flujo migratorio y el crecimiento poblacional de los hispanos. Un embajador mexicano en Washington, se refería a este hecho comentando el despojo territorial de que fue objeto México el siglo XIX por parte de los Estados Unidos, como que pronto los americanos devolverían los territorios usurpados, eso sí con las calles pavimentadas. Lo más sensato es empezar a llamar las cosas por su nombre que no es otro que Hispanoamérica, América Hispana y si queremos en esta integración nominal incluir al Brasil, habremos de referirnos a Iberoamérica. Por lo demás la denominación Hispanoamérica o Iberoamérica privilegia, vuelve a una relación sana y fluida, desde el punto de vista histórico-cultural tanto con España como con Portugal, que por favor, no lo olvidemos, fueron las naciones que inicialmente lideraron la aventura europea en suelo americano.
He realizado estas consideraciones para una selección del epistolario de Pedro Grases, (Grases, Pedro, Temas para el estudio de Iberoamérica, Fundación Pedro Grases, Caracas 2002) que reivindica el tema de Hispanoamérica o Iberoamérica a través de sus múltiples aspectos. Es un modo de acercarnos a nuestra mismidad, de avecindarnos al retrato de nosotros mismos en los diversos campos del pensamiento. Los variadísimos temas tocados por Grases junto a sus respetados interlocutores, conceden al lector interesado una bitácora, un diario de navegación por los impostergables de nuestra vida cultural. La novela hispanoamericana, la política en estos territorios, el mundo de las ideas, las cargas de la historia, la independencia americana, el fascinante universo de las publicaciones, el valor totémico de nuestra defensa de la palabra, la creación, el culto a la investigación y al estudio de nuestros condicionantes culturales, el tema de la educación y la universidad, los grupos literarios, América y España, los intelectuales, el sentido de la escuela, el castellano como soldadura de nuestra especificidad, Hispanoamérica y su relación con el mundo, los escollos y esfuerzos del trabajo escritural, el tesoro incambiable de la amistad, el valor del conocimiento de la historia, la puja por defender espacios culturales, el valor de la vida misma, la defensa de los valores, personajes y anécdotas, surgen de estas bellas y aleccionadoras cartas, escritas con el espíritu crítico del humanista. La numerosa lista de personajes con quienes Grases despacha su visión del mundo, de ida y venida, es lo suficientemente abultada para repetirla en estas líneas, pero baste decir que está representado parte de lo más selecto y granado del mundo de las ideas hispanoamericanas del siglo XX. En este epistolario, el lector sin duda apreciará que la hispanidad que vivimos es un universo tan rico como ilimitado, que nuestras huellas dactilares son un pundonoroso recurso para anunciarle al mundo la vieja nueva de nuestra presencia; que aquí estamos, con nuestras limitaciones y posibilidades, con nuestras grandezas y miserias, con esta versión de nuestra cierta contribución a la humanidad. Estas muchas páginas nos dejan la sensación de que ante el mundo global, tenemos las herramientas para que nadie nos dé recetas ni modelos de sociedad. Que humildemente ponemos los nuestros al servicio de la aldea global, en la convicción de que nos avenimos a este maridaje planetario, con nuestros propios pasaportes que no imponen sino toleran. No poseo sino certezas para concluir que este epistolario se convierte en una magnífica contribución al estudio de los temas de Iberoamerica, que viene a completar el ciclo de la ya vasta obra de Pedro Grases.
La contribución de Pedro Grases a la creación intelectual de veras se pierde de vista. Los más de veinte tomos de sus obras completas editadas por Seix Barral, testimonian este transcurrir por la tinta y el papel. Venezuela tiene que agradecerle a este noble señor, a este hidalgo de fino trato y maneras, que se haya asomado por estas costas despidiendo a su Cataluña de origen, tomada por las falanges del rencor después de la Guerra Civil Española. Huyendo del odio y la persecución, su carácter de exiliado republicano marcó su obra y, en definitiva, el exilio procuró paradójicamente su vuelta, esta vez, a los territorios de la creación donde pudo convertirse en el más libre de los hombres. Su obra bien podría considerarse como faraónica, para usar la calificación que le endilgó el propio Arturo Uslar Pietri al celebrar su trabajo. Más allá de su inalcanzable estatura intelectual, que lo convierten en una de los personajes referenciales en la historia de los intelectuales iberoamericanos para quien la fidelidad de sus lectores es la mejor moneda para agenciar la gratitud a su obra, Pedro Grases es testimonio de lujo intelectual y humildad personal. La primera vez que tuve contacto con él, fue él quien me habló sin conocerlo a propósito de algún libro que yo había publicado. Me solicitó que lo visitara en su estudio de La Castellana. La impresión que causó en mí por encima de sus inenarrables conocimientos, su admirable erudición y la impecable alineación de sus considerables textos publicados, fue la de un amabilísimo maestro, un querido familiar que no había tratado y que me invitaba sin estridencias a festejar el diálogo y la conversación. En una de las cartas que forman la colección de este libro, Pedro Grases hace una íntima confesión de su vida a Montse Garate:
Te confesaré algo…Cuando yo evoco mi juventud, veo que iba camino de convertirme en un ser soberbio. A los 22 años era profesor de la Universidad, disponía de coche oficial y había empezado con cierto éxito a usar la pluma, dar conferencias, hablar con prosopopeya, etc. Iba a terminar mal. Pero, pero, la guerra civil y el exilio me enseñaron, creo que para siempre, que lo fundamental en la vida es la gente buena, con alma y sentimiento que vive para servir a los demás. Si te contara de los meses en Francia y los primeros años en Caracas verías ilustrado lo que te digo. Desde entonces he procurado seguir el ejemplo de las personas generosas y sanas de espíritu…
El último tomo de las Obras completas de Pedro Grases se titula El viaje se termina. Para individuos como Grases el viaje nunca terminará, porque su convocatoria de humanidad, su magisterio de creación, nos dan las claves de que las veredas que andamos en estas tierras de Hispanoamérica es recomendable recorrerlas con sus aperos del caminante que sigue haciendo camino al andar; que este trajinar no lo hacemos en soledad, sino con el honroso ejemplo de que nos acompañan su fe y devoción por el conocimiento.
Septiembre de 2001