Palabras de presentación de “TEMAS PARA EL ESTUDIO DE IBEROAMERICA”, de Don Pedro Grases

Por: Ángel Bernardo Viso  (*)

Es para mí una gran alegría tener el honor, sin duda in-merecido, de presentar estos “Temas para el Estudio de Iberoamérica”, contenidos en el Volumen XXI de las Obras de Pedro Grases, donde se recoge una selección de su correspondencia, tanto de la enviada como de la recibida, con un número restringido de los muchos corresponsales que ha tenido en su larga vida, pues para esta edición se ha adoptado el criterio de sólo incluir cartas relativas a temas de investigación, independientemente del nombre de los corresponsales –siguiendo así los deseos del insigne polígrafo al que hoy rendimos homenaje-, tal como nos lo advierten Carlos Maldonado Bourgoin e Ildefonso Méndez Salcedo, quienes han escogido, con acierto indudable, la muestra ahora publicada.

Sin embargo, a pesar de las limitaciones impuestas por el volumen de toda la correspondencia disponible –alrededor de 40.000 piezas-, son más que suficientes las publicadas en este libro para comprender su importancia, a pesar de que sólo contienen testimonios limitados en el número, aunque concordantes, de relaciones humanas ¡cuánto más vastas! iniciadas, unas como consecuencia de sus actividades docentes y otras en los viajes y pesquisas frecuentes de Grases, originados básicamente en los requerimientos de las investigaciones bibliográficas e históricas a las que ha consagrado su vida, que obviamente exigen un diálogo epistolar múltiple, incesante, -dirigido a intelectuales y escritores situados en muy variados países-, siempre a la caza del dato precioso, de la ubicación y análisis de las fuentes, del hallazgo de colecciones perdidas, del juicio crítico adecuado, dando y recibiendo estímulos encaminados a acrecentar el acervo cultural de Hispanoamérica, y en particular de Venezuela, a la que él se entrega como hijo, sin olvidar en modo alguno a su patria de origen, a la vieja España, ni a su entrañable Condado natal.

Grases se convierte así durante muchos decenios en el centro hacia donde convergen y de donde parten iniciativas de toda índole, vinculadas, eso sí, con Hispanoamérica y España; y también, por extensión, con Brasil y Portugal; de modo que el título del libro presentado hoy se justifica plenamente. Por eso, acaso no sería aventurado comprender toda su labor de investigación y divulgación de la historia y de la obra escrita de los hombres notables nacidos en los países del Imperio al que pertenecieron nuestros antepasados, como un intento de reunificación cultural y fraterna de América y de España, o acaso de América e Iberia, para compensar así con una patria ideal, forjada de nuevo en su alma, y grata a su corazón, la patria malherida por la guerra que se había visto obligado a abandonar.

Ni tampoco parece locura suponer que su vocación de polígrafo se desarrollara justamente como una respuesta íntima, de indudable naturaleza afectiva, a las innumerables tareas necesarias para llevar a cabo su propósito de reunificador de lo que a su juicio y, hasta su llegada, tendía a permanecer disperso. A este respecto, existen a mi juicio datos preciosos en un párrafo del Prólogo a la Antología de Andrés Bello (O.E.A.) donde puede leerse:

“La obra mayor de Bello será preparada en Londres en esa segunda etapa de su vida; y, luego, producida en Chile, desde 1829 hasta su muerte en 1865, país donde llevará a término no tan sólo su admirable y copiosa labor escrita, sino su acción de educador de sus discípulos chilenos y logrará la proyección de su personalidad a todo el orbe hispánico. Hoy está todavía vivo su magisterio, tanto en sus creaciones literarias, como en los libros publicados y en su acción definitoria de la educación superior. Tuvo que realizar una tarea poligráfica, acorde con el momento que vivían los estados recién constituidos, urgidos de atender las necesidades del gobierno republicano, para lo cual requerían de instituciones propias, así como de ciudadanos preparados en todas las disciplinas……………… A su asombrosa capacidad se debe que haya podido atender tan distintos oficios: crítico, historiador, codificador, filólogo, legislador, creador de la administración pública, educador hasta el Rectorado de la reformada Universidad, periodista, sin dejar nunca la obra de poeta”.

Cuando leemos las líneas transcritas, no podemos menos de concluir que el hecho de tomar a Bello por modelo, que Uslar Pietri parece atribuir en parte a una inspiración inconsciente, es el resultado de una elección perfectamente voluntaria, si bien Grases ha debido estar predispuesto a ella, por compartir con Bello la discreción, la bondad, y tantas otras cualidades, que permitirían incluir a ambos en ese “gremio de discretos”, al que me referiré de seguidas.

En todo caso, uno no puede menos de conmoverse por la enormidad de las tareas que se impuso a sí mismo nuestro autor durante su dilatado ciclo vital. ¡Cuántos caminos se han abierto ante sus ojos y cuántos temas han interesado a su aguda inteligencia! Y también ¿por qué no? a esa “generosidad de corazón”, mencionada por Orlando Araujo en una de las mejores cartas que ahora ven la luz.

Por eso, a pesar de su deseo confeso de pertenecer al cervantino “gremio de discretos”, y de utilizar con frecuencia ese puñado de palabras citadas por él mismo en una de sus obras, tales como “gratitud, humildad, generosidad, discreción, propio respeto, convivencia social, solidaridad, liberalismo, añoranzas, amistad”, y otras semejantes, que son a su juicio, con razón, prueba evidente de su “cualidad de discreto”, paradójicamente, en la “República de las Letras”, en la que obviamente también ocupa un rango eminente por derecho propio, parece innegable que no existe contradicción alguna entre la discreción y un cierto género de desmesura, hasta el punto de que el mismo Arturo Uslar Pietri, quien acaso por severidad era muy poco dado a prodigar elogios a sus contemporáneos, en unas palabras dignas de ser recordadas, expresa:

en todo lo que se relaciona con la historia literaria, la bibliografía, la investigación de fuentes y de autores nacionales se puede hablar sin exageración de la época de antes de Pedro Grases y de la etapa posterior. Es casi imposible estudiar autores y obras del pasado nacional sin tener que recurrir a lo que este hombre infatigable ha encontrado y dicho”.

Y Uslar utiliza luego, para referirse a los trabajos de Grases sobre Bello, calificativos que no recuerdo haberle oído decir ninguna de las muchas veces que tuve oportunidad de escucharle:

La monumental publicación de las obras completas de Bello realizadas por la Fundación Andrés Bello de Caracas se le debe, en muchas formas, al entusiasmo, al buen criterio y a la inagotable laboriosidad de Pedro Grases. Es una labor ciclópea y asombrosa que por sí sola lo hace acreedor al reconocimiento de todos los interesados en el pasado cultural de nuestra América”.

Sin embargo, quienes estamos habituados a vivir entre esas y otras paradojas menos gratas de recordar, no debemos extrañarnos que una obra monumental, ciclópea y asombrosa, sea realizada por un hombre discreto, entre otras cosas porque la gracia de la paradoja consiste justamente en lograr la conciliación de los contrarios.

De otra parte, esa obra monumental –porque es indudable la justeza de la apreciación de Uslar-, ha sido realizada por el hijo de una tierra bañada por el Mediterráneo, sucesivamente visitada por griegos, fenicios, cartagineses y romanos; y la sola visión de ese mar, que exalta la imaginación de cualquier hombre culto, en tiempos normales hubiera podido hacer nacer en Grases la tentación de emular las aventuras de sus ascendientes, antes y después de la unión del Condado de Cataluña y del Reino de Aragón, tanto más que nuestro polígrafo nació en Vilafranca del Penedés, no lejos de una obra maestra de la arquitectura, de gran significación histórica: el hoy restaurado Monasterio cisterciense de Santa María de Poblet, donde parecen descansar en sus sepulcros, aunque no siempre en paz, los monarcas que gobernaron el Condado y el Reino.

Por ventura para nosotros, y éste es uno de los dolorosos contrastes de la historia, mientras España se desangraba, Europa a su vez se acercaba al estallido de la Segunda Guerra Mundial, y Grases puso rumbo al suroeste, hasta llegar a Venezuela, interrumpiendo así su trabajo como joven profesor de Educación Superior de la Universidad de Barcelona, donde a los veintidós años disponía de coche oficial y, de acuerdo con su riguroso juicio, “iba a terminar mal”, como expresa en una carta dirigida a Montse Gárate.

Por eso vino a Venezuela, con la esperanza de “terminar bien” y ayudarnos a descubrir de nuevo a toda Iberoamérica, y en especial a nuestra patria que, después de haber padecido las guerras civiles y las dictaduras del siglo XIX, y del primer tercio del siglo XX, esperaba todavía las grandes ediciones y trabajos que debemos a su esfuerzo, permitiéndonos así una mejor comprensión de nuestro pasado y de nuestra estrecha vinculación con la hispánica grandeza.

Es también ese amoroso redescubrimiento de los inmensos territorios de esta orilla del Atlántico, y el trato frecuente con los mejores hombres que ha dado nuestro suelo, lo que le lleva a tomar como amigos a “gente buena”, a “personas generosas y sanas de espíritu”, como igualmente expresa en la antes citada carta, aunque sus nuevos amigos no se limitan a rodearlo en las tertulias de los sábados, que tienen lugar en su hogar, situado en la Quinta Vilafranca, Avenida Mohedano de La Castellana de Caracas, sino que varios de ellos, como Bello, Baralt, Bolívar, Miranda, Fermín Toro, Pérez Bonalde, Valentín Espinal y otros -escritores, héroes, o de alguna manera constructores de nuestra sociedad-, empiezan a presentarse en su biblioteca, a la manera de personajes de Pirandello, pidiéndole ayuda para presentar mejor sus vidas y sus obras ante nosotros, sin los errores de quienes no pudieron hacer investigaciones meticulosas; y estos nuevos amigos del pasado, habiendo sido calurosamente acogidos por el recién llegado, y una vez satisfechos sus deseos, pasaron a incorporarse o a encarnarse en sus libros, o en las ediciones de otros autores con los que Grases colaboraba, o a quienes impulsaba, formando parte así todos de un proceso de recreación o de renacimiento.

Y aunque el epistolario publicado ahora contiene sin lugar a dudas muchas reflexiones trascendentes –tanto de Grases como de sus corresponsales–, y confidencias que revelan de manera palpable la nobleza de alma, el equilibrio, la generosidad y otras virtudes de nuestro gran humanista, lo más revelador de estas páginas presentadas ahora, es el espacio inmenso, casi ilimitado, que ocupan los libros en su vida y en su obra, pues los textos no son sino variaciones inacabables de un itinerario que conduce siempre de un libro a otro libro.

Por eso, no sería exagerado decir que Grases llegó a América a ejercer su magisterio de amante de los libros; de admirador, amigo o confidente de escritores y de héroes, que también resultaron ser autores de escritos importantes; de investigador y explorador de los textos de estos últimos; de profesor, conferencista, glosador e itinerante de temas expuestos en libros publicados o por publicarse; de dialogante en seminarios, mesas redondas y coloquios sobre materias contenidas en libros; de autor de más de diez mil páginas de libros muy valiosos y de escritor de prólogos, prefacios, epílogos, comentarios e índices de otros libros; de editor, reseñador, y promotor de libros; de historiador de imprentas (o máquinas de fabricar libros) que vinieron a Venezuela y a América; y, cuando ya había llegado a la vejez, de generoso donante de su biblioteca personal de alrededor de sesenta y seis mil libros a la Universidad Metropolitana de Caracas, para que ésta ponga en práctica su muy justificado criterio de que la mejor enseñanza no se hace desarrollando capacidades oratorias en el aula, sino sentándose con verdaderos discípulos alrededor de una mesa, en una biblioteca, teniendo a mano los textos relacionados con los temas a tratar.

Inútil decir que no me excuso de repetir una y otra vez la palabra libros, así en plural, porque ellos son el centro del universo vital del hombre cuya obra celebramos.

Por eso, en una de las cartas publicadas, Esther A. M. Azzaro, después de referirse a El Cancionero de Urrea, dice a Pedro Grases: “Cuando Millares Carlo………añora la “ciudad de los libros”, en el ambiente recatado de la Quinta “Vilafranca”, pienso que en ése, su amor a los libros, Don Pedro, está el secreto de que nos cuente una simple noticia bibliográfica con todo el encanto de una “suerte y ventura”, tal como si el viejo libro fuera un ser humano. Que tal resultan los libros cuando nos rodean, ¿verdad?”

Es de recordar, a propósito de esa acertada observación, que Pedro Grases, en uno de sus prólogos, recoge la invocación de Bartolomé José Gallardo a Andrés Bello el 5 de enero de 1817, cuando éste padecía un riguroso invierno londinense: “Los Magos nos envíen una estrella que nos lleve, aunque sea al Portal de Belén, con tal que encontremos libros y libertad”. Y Grases a su vez concluye: “Libros y libertad bastan para seguir en la lucha e inclusive para continuar con optimismo en el combate. Se requiere una finísima sensibilidad para proponer un programa y un delicado sentido de la fraternidad y de la comprensión para invitar a un alma gemela a compartirlo. Esta es la lección de la carta de Gallardo a Bello: con libros y libertad podemos rehacer nuestros más profundos ideales”.

Sin embargo, aunque es evidente que Grases hubiera podido hacer en verso la misma confesión de Borges: “Yo, que me imaginaba el Paraíso // Bajo la forma de una biblioteca”, mientras los trabajos del primero están orientados, en forma objetiva, hacia las obras de seres de alma, carne y hueso, en un sentido muy concreto, de donde su amor por los libros se explica porque –como a su vez podría decir Vallejo-, los libros se nutren de la vida, de la agonía y de la muerte de los hombres; en cambio, las obras del segundo -sin tomar en cuenta sus controversiales opiniones políticas-, pertenecen a un género que podría calificarse de literatura pura, o acaso, como expresa Juan Nuño, filosófica.

Por eso, si bien la prosa de nuestro humanista, limpia, elegante, directa, tiene momentos en que deja traslucir esas “vibraciones líricas” aludidas en alguno de sus trabajos, su vocación de pedagogo y sus deberes de investigador y bibliógrafo le han llevado a cultivar la precisión de los datos, la exactitud de los hechos, la imparcialidad de los criterios.

Curiosamente, ese rigor en la observación de los temas a los que ha consagrado su vida, y también de las sociedades en que se desarrollan, es el que produce hoy y aquí, sin haberlo buscado, una grave nota de melancolía, cuando en principio nada debería empañar el entusiasmo con el que hemos acudido a esta cita.

En efecto, una buena parte de las cartas publicadas contienen claros testimonios de la inquietud de Grases y de varios de sus corresponsales por el destino del país que aquél eligió como hogar, y como espacio privilegiado para la realización de su actividad de creador de un universo de cultura, razón por la cual esa inquietud se extiende de manera obvia a toda América Hispana.

Así, en carta de 3 de julio de 1989, dirigida a Arturo Ardao, después de criticar la intromisión de la política en la conducción de la enseñanza superior; y de confesar que vivía “en confusión”; en relación con los asuntos públicos, Grases concluye, a pesar de haber vivido siempre lleno de esperanzas, que “la fórmula de reconstrucción de este continente está bien guardada en alguna profundidad”.

Sin embargo, en carta posterior a Asdrúbal Baptista, de seis (6) de noviembre de 1991, expresa: “Con todo, hay que ser optimista y seguir en el cultivo de las ilusiones, aunque se reduzca el huerto donde poder cultivar algunas flores”.

Ese moderado optimismo, fundado más en principios morales adquiridos desde la cuna, y en el muy humano deseo de animarse a continuar sus esfuerzos, que en la observación de la realidad, pronto desaparece y; en carta de 25 de mayo de 1992, en carta dirigida al mismo corresponsal, tiene lugar otra manifestación de hondo pesimismo:: ”…a mi llegada a Venezuela, la inteligencia de los hombres públicos tenía como principio esencial un racionalismo apasionado, un propósito de encaminar la docencia hacia bases éticas………Pero las ventajas económicas del petróleo y la desaparición de los principios éticos han distraído el rumbo. Se ha buscado un progreso de fantasías y comodidades, en vez de respetar los juicios de los venezolanos conscientes de las virtudes y valores que no podían desecharse”.

Podría continuar con otros ejemplos, pero los arriba citados son elocuentes para concluir que Grases, tan exigente consigo mismo, no obstante haber cultivado durante largo tiempo la amistad de dirigentes venezolanos e hispanoamericanos de valía, desde hace años no se engaña en cuanto al deterioro de la sociedad en que vivimos; y es necesario suponer que comparte ahora con nosotros –él, que ha llevado una vida ejemplar-, la angustia por la crisis espiritual, política, social y económica que padece Venezuela y toda América Hispana. Son tan frecuentes sus comentarios al respecto, que no se puede evitar mencionarlos, precisamente por razones éticas.

Sin embargo es también una obligación moral nuestra el asumir la esperanza como algo inquebrantable. Un día, Dios quiera no demasiado lejano, Venezuela e Hispanoamérica descubrirán la “fórmula de reconstrucción” añorada por Grases, en lo más hondo de sus propios hijos; fórmula, por cierto, que a pesar de estar bien guardada para muchos, incluirá dentro de sus componentes una tenaz laboriosidad; y, más todavía, un sentido de solidaridad y de entrega a la comunidad a la que pertenecemos, semejantes a los exigidos en forma insistente por nuestro gran polígrafo.

Mientras llega ese momento, que ojalá puedan contemplar nuestros ojos, los libros de Pedro Grases, de acuerdo con una hermosísima imagen contenida en algún lugar de la obra de Proust, como ángeles con las alas extendidas, serán para Venezuela e Hispanoamérica uno de los símbolos de su resurrección.

Caracas, 19 de septiembre, 2002.

(*) Texto leído en el acto de presentación del Vól. 21 de Obras de Pedro Grases en la Embajada de Venezuela en España.