(Palabras leídas por Rafael Arráiz Lucca en el Homenaje a Pedro Grases con motivo del centenario de su nacimiento, Academia de las Buenas Letras de Barcelona, 27 de mayo de 2010). En: Homenaje a Pedro Grases en Barcelona, España, 2010. Fundación Pedro Grases y Fundación Banco Caribe, La Galera de Artes Gráficas, Caracas, 2014, pp. 40-45.
Cuando Pedro Grases llegó a La Guaira en el vapor Simón Bolívar en agosto de 1937, procedente de Boulogne-Sur-Mer, tenía 28 años, una esposa con la que se había casado en 1933 en Barcelona, Asunción Galofré, y dos hijos varones tan pequeños que apenas sabían hablar. Para entonces ya había concluido dos carreras universitarias y se había doctorado en ambas, era doctor en Derecho y en Filosofía y Letras, y ya había sido secretario de Carlos Pi Suñer, un eminente republicano que batallaba a diario con los asuntos de la polis y muchos otros más.
La Guerra Civil española le hizo la vida irrespirable a la joven pareja catalana, y tomaron el camino hacia Francia en 1936, estableciéndose en La Chapelle-aux-Bois, antes de tomar la decisión de embarcarse en el buque con nombre de prócer y seguir su derrotero hacia un país lejano y enteramente desconocido: “Cuando llegué a La Guaira me parecía que el cielo estaba abierto, y la gente simpática. A los pocos días conocí al Ministro de Educación y me preguntó: ‘¿Qué ha hecho usted?’ Pues estudiar y aprender, le respondí… Inmediatamente me nombraron profesor en el Instituto Pedagógico.” Esto me dijo Grases en junio de 2003, cuando lo entrevisté para mi libro España y Venezuela: 20 testimonios (Fundación para la Cultura Urbana-Embajada de España en Venezuela, Caracas, 2004), en la que ha debido ser la última entrevista que concedió.
Los años de docencia de Grases entre nosotros incluyen las asignaturas que impartió en el Liceo Fermín Toro, la Escuela Normal Superior, el Liceo Andrés Bello, el Colegio América y las universidades Central de Venezuela y Católica Andrés Bello, y se mantuvo en la docencia, léase bien, durante 42 años, contribuyendo con la formación de varias generaciones de venezolanos que lo recuerdan, sin excepción, como un profesor de vuelos muy altos.
Estos primeros años de la vida de los Grases en Caracas, además, trajeron consigo un experimento insólito, francamente inédito entre nosotros. La familia Vallmitjana y los Grases eran tan amigos, que un día Don Pedro preguntó algo inesperado: “¿Por qué si nos queremos tanto no vivimos todos juntos? Y a ustedes –se refería a las mujeres- que no les gusta cocinar, pues busquen un cocinero para ser más felices.” Y así fue, los Grases y los Vallmitjana se fueron a vivir en la misma casa y vivieron juntos durante doce años y medio, con la armonía con que viven los espíritus superiores.
En estos años comienza la obra titánica de Grases, esa que con precisión digna del mismo maestro ha organizado Ildefonso Méndez Salcedo en su libro Apuntes para el estudio de una trayectoria intelectual (Fundación Pedro Grases, Caracas, 2003) y que, también, el propio Grases le dio organicidad al estructurar sus Obras Completas, publicadas en 21 tomos a partir de 1981, por Seix Barral Editores. Lo que se evidencia de ambas organizaciones es que el autor fue dibujando un plan de indagación e inmersión tan completo, que nunca antes se había adelantado así, ni nadie después ha tenido la necesidad de hacerlo. Me refiero a que Grases asumió el estudio de la venezolanidad en un arco que fue desde los primeros espíritus libres, los de Gual y España, pasando por la generación constructora de la República, hasta llegar a nuestros días. Y de cada uno de estos hombres se propuso estudiar sus vidas, ordenar sus aportes, clasificar sus papeles y hasta rescatar de librerías remotas originales que entre nosotros se habían perdido para siempre. Esto, por si acaso algún lector no lo ha advertido plenamente, sólo puede adelantarlo un hombre lleno de amor al prójimo, muy por encima del amor que se profesaba a sí mismo, que en el caso de Grases sería una grosería invocarlo, ya que toda su obra está volcada en admiración a la obra ajena. Tanto en filigrana de salvamento, como en esfuerzo sesudo por encontrar el orden oculto en el caos de la indiferencia.
La inmersión venezolana de Grases comienza con Andrés Bello, a quien estudia en todas sus facetas. Organiza las etapas de su biografía, indaga en sus aportes filológicos, gramaticales, historiográficos, de crítico literario y de poeta, así como de filósofo y de académico. Luego estudia a la generación pre-independentista, recoge el aporte de los viajeros y, culmina la etapa con el estudio de la generación que adelantó la independencia venezolana. Notable en esta sección es su aproximación a Miranda y Bolívar, pero todavía más importante es su rescate y comprensión del venezolano mejor formado de su tiempo, el que más hondo llegó en la teorización escrita sobre los motivos de la libertad: Juan Germán Roscio. No obstante lo que digo, el estudio sobre los textos fundamentales bolivarianos es valiosísimo e insoslayable. Luego hace énfasis en lo que llama “la tradición humanística” venezolana, compuesta por Sanz, Rodríguez, Vargas, Cagigal, Toro, González, Baralt y Acosta, además de los que ya nombré. Su historia de la imprenta en Venezuela es la primera de su magnitud y significación, y la monografía dedicada a Valentín Espinal es notable. La lista de aportes no se agota aquí, pero cualquier investigador de la historia o la literatura nacional sabe que es imposible acercarse a ella sin detenerse en los estudios de Grases. Así lo afirmó Uslar Pietri en 1969, cuando ya buena parte de su obra venezolanista estaba consignada: “Con pedagógico tesón, con paciencia secular de forjador o de sembrador, con pasión inagotable por la cultura se entregó a la fascinante y en buena parte incierta empresa de rehacer la historia cultural del país. Toda una biblioteca de libros y de folletos es la cosecha de esa tarea inagotable y sin término. No se podrá escribir sobre las letras y el pensamiento venezolanos sin mencionar a Grases, sin servirse de Grases, sin seguir a Grases en toda la asombrosa variedad de sus pesquisas y hallazgos.”
Pero si sus aportes docentes están señalados en este breve homenaje, y su obra de investigador de la historia y la literatura también, falta señalar su tarea de bibliófilo, pasión que le llevó a coleccionar durante décadas una biblioteca de más de 60.000 volúmenes que le donó a la Universidad Metropolitana, institución que en homenaje al maestro denominó ese espacio central de la vida académica con su nombre. Quienes impartimos clases en esta entrañable universidad, contamos con un tesoro de las humanidades a mano, pero también está a la disposición de cualquier usuario, en una de las mejores bibliotecas del país, como sin duda lo es ésta. Grases acompañó a su amigo y discípulo, Eugenio Mendoza Goiticoa, en la tarea de fundar esta casa de estudios superiores, y el entusiasmo fue tanto, que donó el tesoro que había acumulado durante décadas.
Todos los testimonios hablan de una virtud que Grases cultivó hasta el delirio: el arte de ser amigo, de propiciar el diálogo, por ello por más de cincuenta años tuvo lugar en su casa la tertulia sabatina, donde se reunieron generaciones de investigadores, e incluso se llevaba un acta de lo que se discutía. Todos los que alguna vez nos acercamos a sus fuentes, podemos dar fe de haber sido auxiliados con la mayor generosidad, sin un ápice de mezquindad, como el hombre grande que fue Pedro Grases.
Encuentro tantas virtudes en su vida y su obra, tanta sabiduría acumulada en su dilatada existencia, que no puedo aceptar su legado sino como una proposición modélica. Cuando enterramos sus restos en La Guarita, no estábamos sino sembrando a un hombre útil e imperecedero, nacido en Villafranca del Penedés un 17 de septiembre de 1909 y rendido a la providencia un 15 de agosto de 2004 a la una de la tarde, en brazos de su hija María Asunción, en la ciudad cuya montaña amaba. Sobre muy pocos venezolanos alguna otra vez podré articular estos juicios. ¿De cuántos podemos afirmar que han fallecido con el encargo cumplido?